el cine de mi casa

 

 

Ettore Scola

 

En casi seis décadas de carrera, Scola ha conocido una evolución notable desde la commedia all’italiana de los inicios a las películas corales de los últimos años, desprovistas de todo efectismo humorístico y dotadas de mayor entidad dramatúrgica y sociológica. Ese comienzo en los años sesenta con filmes populares, de innegable voluntad comercial (Se permette parliamo di donne, El diablo enamorado, El comisario y la dolce vita, El demonio de los celos), le ha supuesto a Scola haber sido relegado a una segunda fila dentro del panorama de cine italiano: en efecto, no se le coloca en la primera división de los directores del cine transalpino que inician sus carreras o filman las obras más representativas de esos años como Fellini, Antonioni, Pasolini, Bertolucci o Bellochio, sino en una línea más atrás. Sin embargo, como sucede con Paolo y Vittorio Taviani o con Ermanno Olmi, esa carrera más discreta en la forma, menos brillante en las propuestas o menos enfática en el estilo cinematográfico, no debería impedir un reconocimiento mayor, por adecuado y por justo. Sobre todo cuando, pasado el tiempo, podemos valorar cómo han envejecido algunas de las películas de los “autores” por antonomasia o asistimos a un decepcionante declinar de personalidades en su día arrolladoras; le ha pasado un poco lo que a Mario Monicelli, tenido por mero humorista, pero con una obra que aguanta admirablemente el paso del tiempo. En una entrevista se declara admirador del neorrealismo comprometido de Vittorio de Sica y de la comedia humana de Federico Fellini: efectivamente, el cine de Scola pivota sobre esos dos ejes en todo momento, pues en sus historias más realistas son inevitables los componentes de ternura, surrealismo o circo fellinianos y cuando hace directamente comedia siempre asoma la crítica social formulada con la empatía y humildad de los maestros del neorrealismo.

 

En Ettore Scola pesa mucho el aprendizaje como humorista literario y gráfico en la revista Marc’Aurelio (la misma escuela donde también participan Fellini, Maccari, Scarpelli o Monicelli) y otras publicaciones, y escritor de gags para la radio, no tanto por el cultivo de la risa y el deseo de sintonizar con el público por la vía de la diversión como en el apunte rápido, la capacidad de hacer crítica de costumbres o la caricatura que retuerce la realidad más remisa hasta hacerla hablar. Ese aprendizaje configura uno de los rasgos de su cine: la condición de cronista de una época por encima de la de narrador, pues la personalidad de Scola se evidencia mucho más en los relatos segmentarios a modo de fresco o crónica periodística de urgencia que en las historias al uso con fuerte y cuidado desarrollo de personajes y tramas. Ello no significa despreciar sus aportaciones a películas notables de este último grupo como Una jornada particular (1977), Entre el amor y la muerte (1981) o La familia (1987).

 

Al margen de la moda italiana de los 60-70 de películas de episodios independientes encargados a directores distintos –en varias de las cuales participa Scola como queda indicado más arriba, en algún caso con una aportación generosa, como en Que viva Italia, segunda parte de Monstruos de hoy, donde filma la mitad de los episodios- la comodidad del director en las microhistorias se manifiesta desde su primer largo como director, Se permette parliamo di donne (1964), donde Vittorio Gassman encarna a un seductor que vive diversas situaciones. Obras corales de personajes e historias entrecruzadas como La terraza (1980), La sala de baile (1983), La cena (1998) o Gente de Roma (2003) manifiestan la impronta personal de un cineasta-dramaturgo que se asoma a la realidad para quedarse con todo, desde lo vulgar a lo exquisito, desde lo más cómico a lo más trágico, con una mirada observadora atenta y cómplice, siempre dispuesta a vivir las mismas pasiones (simpática, compasiva) que los personajes observados. El citado aprendizaje de caricaturista permite a Scola convertir en extraordinariamente elocuente cualquier gesto y cualquier palabra de suerte que el espectador se sumerge con facilidad en esas brevísimas historias.

 

Se suele subrayar el espacio único y cerrado, centrípeto, en que se ubican las narraciones de Una jornada particular, La sala de baile, La familia, La cena (1998) y gran parte de La più bella serata della mia vita (1972) y de Brutos, sucios y malos (1976). Ese espacio viene justificado por la apuesta de ese pie forzado para crear un tipo de narración de innegable sabor teatral, como sucede en el primer título, que ha sido llevado a los escenarios en varias ocasiones; y esa querencia por la estructura teatral explica que hayamos hablado de cineasta-dramaturgo, pues Scola es de los cineastas (guionista y director) que podía haberse dedicado perfectamente a la escritura dramática, como sucede con Woody Allen, Eric Rohmer o Ingmar Bergman, por citar los más evidentes. Nada hay de extraño en esa querencia si nos fijamos en El viaje del capitán Fracassa (1990), muestra de teatro en el cine con exteriores reconstruidos en estudio para buscar y lograr una artificiosidad teatral que le viene muy bien a la historia. También el espacio se convierte en lugar que define a los personajes o su situación existencial, como el bloque de pisos de la madre de familia y el locutor de radio de Una jornada particular o la chabola de los marginales de Brutos, sucios y malos. En otro caso, al pie forzado del espacio único se añade la ausencia de todo diálogo, como en La sala de baile, que es uno de los musicales más originales nunca filmados además de curiosísima muestra de cine histórico.

 

La unidad de espacio es coherente con el tiempo continuo en varios casos (Una jornada particular, La cena), de manera que la construcción dramática alcanza la intensidad realista de capturar un segmento de la vida con poder para compendiar todo un mundo. El uso del tiempo continuo también tiene lugar en La più bella serata della mia vita donde un castillo suizo y un grupo de ancianos decadentes logran sacar los demonios interiores de un evasor de capitales italiano en un falso juicio a lo largo de una cena y, sobre todo, en ese recital interpretativo titulado ¿Qué hora es? (1989), donde Marcello Mastroianni y Massimo Troisi ofician el desencuentro entre un padre y un hijo muy representativo de las rupturas generacionales contemporáneas. Al igual que el citado montador Crociani o el músico Armando Trovajoli, el actor Marcello Mastroianni es, junto a Vittorio Gassman, uno de los rostros que proporcionan identidad al cine de Scola desde 1970 en que protagoniza El demonio de los celos; en todo caso, siempre ha contado con los mejores, ahí están Nino Manfredi, Alberto Sordi y Ugo Tognazzi o Stefania Sandrelli y Fanny Ardant. La maestría actoral de este cómico se repite también, con las mismas claves humanistas y nostálgicas, en Macarrones (1987), una de las películas más representativas de esta vertiente dramatúrgica del cineasta de la comedia humana donde se expone una visión hedonista y mediterránea de la vida que valora la familia y la amistad en contraste con el utilitarismo norteamericano.

 

La misma línea de cultivo de un cine más temático o con aspiración a ser vehículo de una visión del mundo la encontramos en los relatos ambientados en el pasado Entre el amor y la muerte (1981) –cuyo título original no deja lugar a dudas sobre la cuestión que trata: Passione d’amore– y La noche de Varennes (1982), con la Revolución Francesa y la era libertina e ilustrada como fondo. La evolución de la sociedad italiana y de las ideas colectivas y los valores en circulación son objeto de debate en varios títulos, en particular en Una mujer y tres hombres (1974); una revisión de los años aciagos de la homofobia y el antisemitismo vigentes en la era fascista se encuentra en Una jornada particular y en la menos conocida Competencia desleal (2001), dos títulos que desmienten la unívoca adscripción de Scola a la comedia. La ideología de izquierdas y el contexto político italiano es más explícito en Trevico-Torino (viaggio nel Fiat-Nam) (1975) y en Mario, María y Mario (1993), todo un psicodrama sobre la crisis del eurocomunismo tras la caída del muro de Berlín y las distintas actitudes de la militancia.

 

Por último, hay que indicar la cinefilia y la autoconciencia cinematográfica presente en todo el cine de Scola que sitúan al director dentro de la generación de los nuevos cines. Aunque eclipsada por el éxito de Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), con quien comparte muchos elementos de la historia y hasta pequeños detalles, Splendor (1989) es toda una declaración de amor de Ettore Scola al cine y al enamoramiento en la vida real vivido con el referente de los romances cinematográficos. Pero también hay mucho cine en el resto de sus películas; al margen de referencias aisladas, en Una mujer y tres hombres –absurdo título para C’eravamo tanto amati- aparece Vittorio de Sica y su película Ladrón de bicicletas (1948), y a él se dedica la cinta, pues falleció poco después; asimismo hay homenajes a Rossellini, Resnais, Eisenstein o Antonioni y uno especial a La dolce vita (Federico Fellini, 1960) en el que se reconstruye el rodaje de la secuencia de la Fontana di Trevi con la participación del propio Fellini y de Marcello Mastroianni.

 

 J.L. Sánchez Noriega

cineparaleer.com

http://goo.gl/0hFg8t

 

 

 

 

Películas programadas

 

La noche de Varennes (1982)

¿Qué hora es? (1999)

Splendor (1989)

Qué extraño llamarse Federico (2013)

 

 

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